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Durante el último año o año y medio, las comparaciones con la Transición, en tanto modo o forma de explicación de esta época, se han sucedido sin cesar; así, las recurrentes semejanzas entre Podemos y el PSOE del ’82, entre Ciudadanos y el reformismo franquista, e incluso algunas tan atrevidas como para llegar a equiparar Podemos con la mismísima UCD. Pero la historia, aún siendo fuente abundante de evocaciones, se resiste a ser analizada según los patrones de un calco.

Desde hace pocos meses, sin embargo, las comparaciones han cesado. Como si ya se previera que no va a haber cambio de régimen, que lo del ’78 va a seguir durante al menos un largo rato, el referente de la Transición ha ido dando pasos atrás, hasta situarnos en un cierto vacío de la imaginación histórica; algo así como la perplejidad provocada por asistir a la primera crisis severa de la II Restauración (el régimen del ’78) y, a expensas de lo que suceda en Catalunya, reconocer su enorme capacidad de reacción.

No obstante, la primera gran reforma (o renovación) de la democracia española puede ser todavía referida a los años setenta, aunque sólo sea porque estos abrieron un ciclo histórico que hoy termina. Bajo esta perspectiva, la clave no está en comparar la Transición con la actual crisis del régimen político español, sino en considerar (y esto constituye propiamente un análisis histórico, no comparativo) aquellos elementos que entonces sirvieron de soporte y de estabilización del régimen político, y hoy ya no funcionan. Por no dejar lugar a la intriga, nuestra conclusión es que las vigas del régimen han salido gravemente deterioradas de las turbulencias de estos últimos años. En términos propiamente políticos, no hay cierre previsto del actual ciclo político. Seguirá la época de tormentas. Lo cual no quiere decir que podamos determinar donde se van a producir las próximas descargas eléctricas: si en el campo de la formación de una nueva derecha regeneradora, si en la renovación de un movimiento democrático capaz de imponer una línea constituyente, o dentro de una involución progresiva de todos los elementos del régimen. Algunos argumentos:

El primero y quizás más importante: el ciclo español no es autónomo. España es una provincia: con una legislación subordinada en lo fundamental a las directivas europeas, una economía sometida a los algoritmos de contención del gasto decididos en Maastricht, un gobierno supervisado por la Troika y un modelo económico determinado, de forma seguramente irreversible, por su especialización en el marco continental como proveedor de servicios turísticos, con apenas unas poquitas líneas productivas competitivas, pero convertido en el espacio privilegiado de formas de acumulación intensivas en bienes territoriales financiarizados (como el suelo y la vivienda). En comparación con los años de la Transición: Europa no es pues un horizonte civilizatorio según el modelo de bienestar escandinavo, así como tampoco la vía de salvación del capitalismo hispano que tras una crisis profunda, como la de los años setenta y ochenta encontró en la CEE el modo de tomar una nueva especialización económica. En tanto provincia de la Unión, la suerte de la economía española está en todo ligada a la suerte del bloque continental y a la posición de este bloque en el escenario global, esto es: decadencia, estancamiento y, en términos de onda larga, progresiva pérdida de peso internacional.

Tras la crisis financiera que se desencadenó en 2007, y sobre todo durante el giro de tuerca de la deuda soberana de 2009, el capitalismo europeo se enfrentó a una decisión de carácter estratégico: o la apuesta por un nuevo keynesianismo continental por medio de la integración presupuestaria y fiscal de los estados miembros, o la radicalización —aún a costa del crecimiento económico— del dominio de las grandes agencias financieras, en tanto forma económica prioritaria de la alianza de las élites europeas. La elección ha pasado de forma abrumadora por la segunda opción. Resultado: la evolución económica del continente se asemeja cada vez más al largo estancamiento (ya 25 años) de Japón tras la burbuja del 86-90, pero con el añadido de nuevas rondas de financiarización y desmantelamiento de derechos sociales.

Para España, esto significa un reforzamiento de su especialización económica en los sectores turístico, inmobiliario y financiero, pero con un fuelle menguante de capital doméstico y externo, muy lejos del que alimentara la larga burbuja de 1997-2007. En el cortísimo plazo, la imposición de nuevos controles sobre el gasto público y la llegada de nuevos episodios de crisis financiera global (en los próximos meses quizás por vía china), parecen anunciar una coyuntura de vuelta a las “esencias” de la crisis sin paliativo político posible. En términos regionales, la crisis europea ha reforzado las líneas de especialización económica de sus distintas partes, al tiempo que las brechas norte-sur y oeste-este. El “flanco sur”, parece, volverá a ser el frente caliente europeo.

En segundo lugar, y es casi un resultado de lo primero, en estos años la constitución de las clases medias españolas ha acabado de saltar por los aires. Lejos de recomponerse, la tendencia es a un deterioro cada vez mayor. Se trata de un aspecto al que se le presta escasa atención. La crisis del régimen político español ha tenido su epicentro en una zona social minoritaria y muy específica del arco social: los hijos de la clase media “real”. Lo que hizo del 15M un movimiento hegemónico e irreprimible —tan legítimo como para no ser sometido a la prueba de la represión del Estado— es que estuvo dirigido por este segmento social. De igual modo, lo que hizo patente la crisis de régimen fue la no integración de este segmento en los espacios que le correspondían: la élite profesional, la clase política, el alto funcionariado, la academia, el periodismo, etc. Basta reconocer que la parte mayor del discurso público de este último año ha girado en torno a los nacidos en las décadas de 1970 y 1980 con estudios universitarios y en grave riesgo de descenso social. Pedro Sánchez, Albert Rivera, Villacís o Arrimada —así como Iglesias, Errejón—, responden a esta composición social y se representan en primera instancia como miembros de la misma.

El largo estancamiento previsto anuncia, por tanto, una nueva fase de renuncias para la mayor parte de las degradadas clases medias españolas, todavía modelo y centro de la sociedad española. El resultado no es una “crisis de expectativas”, sino algo mucho más severo: una crisis de la “formación social española” y del principal soporte político del régimen, de su mecanismo fundamental de consenso. La precarización del empleo profesional, la creciente imposibilidad de obtener crédito y rentas financieras como medios de sustitución salarial, las privatizaciones y el debilitamiento del asimétrico Estado de bienestar español (que ha jugado siempre de la mano de las clases medias, antes que de los estratos sociales que quedaban por debajo), afecta severamente al núcleo duro de la clase media. En ese escenario el descolgamiento por abajo de segmentos sociales significativos difícilmente se podrá suplir con un reforzamiento neoliberal de los discursos meritocráticos. Más tarde o más temprano, la hegemonía tranquilizadora de los discursos de clase media acabará por quebrar.

Por último, y a diferencia de la Transición, no va a haber una conclusión “feliz” del ciclo político. Ninguna parada de estabilización parece próxima. La trayectoria más probable es un agotamiento e incluso una implosión de los elementos políticos constitutivos de la Transición, con efectos agónicos e incluso paroxísticos de sus tensiones habituales (la crisis catalana sería el ejemplo paradigmático). En última instancia, el régimen político carece de flexibilidad suficiente, es incapaz de reforma interna más allá de la partidocracia, la incorporación de actores políticos nuevos y el juego en torno a las formas de representación cada vez menos legítimas. Sin perspectivas de un reforzamiento de su base social, la desintegración de los elementos de consenso puede llevar a fenómenos comunes ya en Europa: una derecha racista y antisistema, una izquierda igualmente desafiante y sobre todo una prosecución de la larga marcha de la crisis de representación respecto de las llamadas instituciones democráticas.

El agotamiento de la fase institucional-electoral del movimiento democrático que salió del 15M es, en este sentido, antes el agotamiento de una primera batería de experimentos políticos, que de la propia composición que este movimiento expresa. La recuperación parcial de la representación con todos sus efectos teatrales va a ser seguramente tan temporal como la de la “ilusión democrática” que normalmente le acompaña. La cuestión radical es ¿qué puede seguir abriendo la situación política? ¿Cuál es el reto a partir del 20 de diciembre?

Naturalmente, los “fracasos” políticos tienden a producir “vacío” —confusión, desafección, parálisis—, al tiempo que una serie de tentaciones, que pueden llegar a ser vórtices perversos de energía. La más importante de todas ellas parece apuntar inercialmente a la reconstrucción de lo que ha sido el principal cadáver del ciclo político español, la izquierda. La resurrección de la izquierda  —nos referimos a su tradición en España— tiende a tratar de representar la crítica interna dentro del sistema de partidos como único lugar de la crítica. Inevitablemente esto empuja a compartir todos sus elementos litúrgicos: la responsabilidad institucional, la razón de Estado, los límites intrínsecos a las reformas. Por eso la izquierda, es siempre el correlato de su “otro”, también en la Transición: el fantasma del desencanto, o la impotencia circunscrita a los canales democráticos y de la forma partido.

A este respecto, la distancia con la Transición es también radical. A diferencia de los años setenta, en los que el significante izquierda (y todas sus connotaciones partidarias) estaban incólumes y en los que este sirvió para cimentar y dar cobertura ideológica al propio régimen democrático, la crisis política de 2007-2011 parte del presupuesto del agotamiento de la izquierda —insistimos de la formas tradicionales de la izquierda española—. No ha sido casualidad, que el 15M y todos sus post se hayan decantado como un movimiento democrático y por los derechos sociales. O que el único éxito político-electoral significativo del movimiento se haya apoyado en una tradición ajena a la izquierda reciente (el municipalismo democrático), sobre la base de procedimientos no partidarios y sobre constituciones de base movimentista, especialmente en los casos más exitosos.

Excluida la posibilidad de un cierre feliz del ciclo —esto es, de una restauración duradera del actual régimen político—, la fase de crisis que se abre en estos años se puede reconocer como un campo de tensiones de difícil solución. En otras palabras, ningún resultado está claramente decantado, al tiempo que ninguna “bonanza” de la tendencia se puede determinar como intrínsecamente favorable a la ola democrática que abrió el 15M. Como suele ocurrir, la intervención en nuestro tiempo se define en torno a una serie de retos políticos que, encadenados, pueden constituir la tarea del movimiento. Dichos muy esquemáticamente:

Primero. La insistencia en la radicalidad democrática como motor y horizonte estratégico. Pasadas las elecciones se abrirá, con seguridad, una batalla por el relato del ciclo. Las claves de la discusión son previsibles, y tanto o más impotentes en la medida en que se muevan dentro del discurso que ha sido dominante hasta hoy. A saber: las elecciones se han perdido por la falta de un liderazgo adecuado (desgaste de Pablo Iglesias), errores de campaña, incapacidad para ocupar la centralidad del tablero (esto es, las clases medias tendentes a agruparse en torno al voto de Ciudadanos). En la discusión sobre la interpretación se juega sencillamente la posibilidad o no de poder ampliar el ciclo político en un horizonte más o menos inmediato.

El papel de la crítica resulta crucial. Siempre mejor la crueldad analítica que la autocomplacencia con las posiciones propias. La crítica tendrá, no obstante, que enfrentarse a la doble impotencia característica de este último año y medio. Primero: la inmadurez del movimiento democrático para construir espacios políticos y elaboraciones estratégicas sofisticadas frente al problema del “poder”, abierto en canal en este tiempo. Segundo: la inercia (resuelta en buena medida en la hipótesis Podemos) a volver sobre la izquierda como tradición y en la forma partido como presunto instrumento de eficacia. La síntesis municipalista apenas se sostiene en este terreno y, salvo algunos casos muy virtuosos, tiende a decantarse hacia lo segundo, antes que a la superación de lo primero.

El periodo que seguirá a las elecciones debiera ser, así, menos la “noche de los cuchillos largos”, que el de una discusión abierta y libre. Pero libertad de discusión quiere decir también dejar de lado las autocensuras características de los espacios de movimiento y la “cultural colegial” tan propia del mismo: el amiguismo, el who’s who, el no dañar las posiciones consideradas cercanas. En definitiva, se trata de generar el máximo de inteligencia autónoma, de encajar la violencia que entrañan los argumentos fuertes, al tiempo que se desiste de toda recomposición tapando la ruina y los escombros que se han producido en esta fase. Y se trata de hacerlo con generosidad. O conseguimos elevar el nivel de la discusión política en estos meses o sencillamente “vamos dados”.

Segundo. El municipalismo como único lugar en que se ha logrado una síntesis precaria entre las posibilidades del movimiento democrático y cierta tensión productiva entre contrapoder y “entrada” en las instituciones. Una afirmación que, sin embargo, debemos considerar en las antípodas de la complacencia con la “apuesta municipalista” considerada en términos nominales, o con la presunción de que la garantía de pureza política está en el “material humano” (los rostros, el “de donde venimos”) de la nueva política. La síntesis municipalista seguirá siendo precaria en tanto la inercia institucional y gobernista tienda a imponerse. No es un problema de buena voluntad de los equipos municipales como de dos cuestiones principales.

La primera y más obvia es la carencia de un proyecto político digno de tal nombre. El municipalismo está todavía por experimentar su propia decantación. Su acepción común no pasa de tomar “posición” en los municipios, ser “gente honrada” y tener una vaga aspiración de movimiento. Demasiado confuso. En tanto táctica del movimiento democrático debería aspirar a una cambio institucional profundo (constituyente): su conformación como espacio de contrapoderes. Esto entraña necesariamente descentralización institucional, transmisión de recursos a los movimientos y democratización radical de los ayuntamientos, amén de un hoja de ruta basada en el ataque/liquidación de las oligarquías locales (auditoría de la deuda, remunicipalización y cooperativización de los servicios, etc.). De momento, apenas se ha pasado de la tentativa. Sobra decir que el retroceso frente a la ofensiva de los sectores conservadores y las alianzas de élites locales es hoy patente.

El segundo reside en la propia debilidad del movimiento a la hora de constituirse como un archipiélago de contrapoderes efectivos. Prima antes la fragilidad de los movimientos y el respeto institucional a los “nuestros”, que una política que asuma la disyuntiva del momento: o se mantiene la iniciativa política o se está condenado a someterse a la inercia institucional y a la contraofensiva restauradora. Tampoco es un factor menor en la “moderación ambiente” la entrada en la institución con la consiguiente aceptación de los rituales de Estado y gobierno de una gran cantidad de cuadros de movimiento, activos en la fase anterior pero con una reflexión poco o nada madura sobre el viejo asunto del “poder”. La construcción, y sobre todo la autonomía del movimiento respecto a las candidaturas en el gobierno y la oposición es radical y clave en esta coyuntura. Sin ella la oportunidad de construir un espacio político nuevo y genuino se habrá perdido.

Tercero. La apuesta por un espacio político nuevo a la altura de la ola democrática que abrió el 15M, o la construcción de una cultura política y organizativa en clara discontinuidad con aquellas de la izquierda. La recomposición de la izquierda va a actuar como un poderoso atractor de la energía política en la fase que se abre. La descomposición de Podemos y de IU va a dar lugar a procesos, más o menos duros, de recuperación de formas partidarias dirigidas a llenar el hueco sociológico-electoral de la izquierda. Aunque en esto jugarán nombres, figuras, marcas, discursos de retórica democratista, la inercia como ha ocurrido con Podemos y en parte con las candidaturas municipalistasarrastra a la conformación de una nueva izquierda, repetición más o menos innovadora del proyecto IU en 1986, pero siempre ajustada a la forma partido. Factor no menor en este proceso son las carreras políticas de una gran cantidad de cargos públicos (concejales, diputados autonómicos), así como del aparato burocrático que les acompañan un verdadero ejército de expertos, asesores, protoburócratas y burócratas confirmados. Juntos reunen combustible suficiente para alimentar una larga batalla por la conformación del nuevo o los nuevos partidos de la izquierda.

Aun cuando en algunos territorios, la opción por intervenir en la recomposición de la izquierda puede ser útil en clave local (una candidatura concreta), lo cierto es que esta vía puede significar la normalización definitiva de la escena política con una fórmula aparentemente nueva, pero dirigida a revivir un viejo actor: la izquierda o la captura-neutralización del voto de la protesta. A la contra de esta inercia: el muncipalismo debiera ser terreno de innovación y exploración de otras formas de organización política, no partidarias, no subordinadas a la inevitable prolongación de la forma Estado por la vía de la subvención y la profesionalización.

En este terreno, no se trata, o al menos no sólo, de poner en marcha una multitud de tecnologías organizativas ya conocidas: la primacía del principio asambleario, las direcciones colegiadas, la discusión política democrática frente a la autonomía de los cargos, los límites claros a la profesionalización de los cargos y asesores (en mandatos, formas elección, salarios), los límites a la profesionalización política en general. El reto consiste en algo mucho más grave, consiste en apostar por una organización democrática de base local, fundada en la autonomía y la multiplicación de los espacios de decisión frente a la concentración orgánica y las lógicas de delegación-representación. La clave: la construcción del movimiento en forma de contrapoder. El medio: la autonomía de los procesos vivos, o su no subordinación a las instancias de representación y del Estado.

Cuarto. Un trabajo a medio plazo por ampliar y hacer estallar los límites de la composición social dominante en el movimiento, esto es, las clases medias «tardojuveniles», con diferentes grados de inclusión/exclusión de los cauces institucionales y profesionales. Ya se ha explicado: en este segmento se encuentra el núcleo de la crisis, pero limitarse al mismo implica la renuncia a aprovechar políticamente la lenta pero inexorable pérdida de centralidad de la figura de las clases medias. Ciertamente, los movimientos sociales han tenido en estos últimos años su base en este segmento social, que ha dado lugar a un cierto relanzamiento (todavía pobre en comparación con los setenta y ochenta) del cooperativismo y de distintas formas de vida al margen (como la okupación), base en definitiva del nuevo rosario de contrapoderes. No obstante, la debilidad ética del movimiento —ya probada en las instituciones radica en buena medida en su propia composición, tendente a darse por satisfecha con la restauración de una meritocracia considerada en términos oportunistas. Nótese bien, en esta misma línea se reconoce el éxito de Ciudadanos.

Desde esta perspectiva, sorprende poco que la “nueva política” se haya articulado con total indiferencia, cuando no oposición, a los elementos sindicales u “obreristas” más interesantes —el sindicalismo autónomo presente en las Mareas Verde y Blanca y también en algunos de los conflictos más radicales de la post-crisis: Metro, MoviStar, Forestales, etc—. El rechazo sindical tiene una correspondencia con otros “memes” de época, como el democratismo tecnopolítico y procedimental que ha considerado el horizonte democracia sobre la ficción de una igualdad de partida —sin rastro de género, laboral o de clase—.

Valga decir que esta alianza es la única “unidad popular” digna de tal nombre, y que tampoco se arranca de cero. El primer ciclo 15M nos ha provisto de un buen número de experimentos de sindicalismo social, o por los derechos sociales, sostenidos sobre bases que no se corresponden con los llamados movimientos sociales. Si estos últimos habían estallado antes del 15M fue, en buena medida, gracias la ruptura con la “política de autoconsumo” y al trabajo que se lleva realizando desde hace más de una década en el marco de la precariedad, la alianza con los migrantes, por los derechos sociales, etc. El movimiento por la vivienda y las mareas parecen proveer buenos mimbres de partida. Igualmente la penetración de Podemos en territorios opacos en las escenas tradicionales de los movimientos (los centros urbanos y los espacios de centralidad, esto es, las periferias) también apunta a actores posibles de estas alianzas. También a este respecto resulta crucial saber atravesar el desierto político que dejará esta fase.

Quinto y en último caso, una consideración obvia: la articulación dentro del ciclo europeo. Grecia marca los límites del movimiento democrático en un único país. La extrema derecha europea muestra otra lectura posible de los “malestares” entre las capas que se descuelgan rápidamente de la ilusión de una sociedad homogénea de clases medias. Sencillamente sin la retroalimentación constante con el ciclo europeo no hay ciclo ibérico.