La llamada recuperación económica se ha dejado ver tímidamente en algunos aspectos: un ligero repunte al alza del PIB (nada que ver, en todo caso, con lo ocurrido en los primeros dosmil), un tímido pero sostenido decrecimiento del número de parados y un cierto desapalancamiento de las familias, que tras perder a veces su patrimonio, han conseguido reducir su deuda acumulada. Se trata de datos que resultan parcos en cuanto a su significado social, que no muestran cómo una parte importante de la población ha quedado completamente al margen del filtrado social que esta lluvia fina de «recuperación económica» ha podido generar.
No obstante, si hay algún fenómeno que llama la atención de la nueva coyuntura económica es la recuperación de la compra-venta de viviendas, y sobre todo el rapidísimo incremento del precio de los alquileres. Cierto, no de todo el parque de vivienda, sólo de aquel que se concentra en las áreas de gran atracción turística: la costa y el corazón de las grandes regiones metropolitanas. Pero más allá de las noticias de que en Ibiza muchos trabajadores tienen que dormir en tiendas de campaña durante la temporada alta o de las condiciones más duras para la renegociación de los alquileres de la clase creativa en los centros urbanos, ¿cómo se pueden leer estos datos? ¿Estamos ante el comienzo de una nueva burbuja inmobiliaria?
Si atendemos a lo que sabemos, la nueva «recuperación» de base inmobiliaria parece que no descansa tanto en la expansión brutal y masiva del suelo urbano y de los entornos construidos, como en fuentes mucho más localizadas. El relanzamiento inmobiliario se concentra sólo en unos pocos segmentos del mercado (tramos de alto de valor, locales comerciales, centros urbanos, espacios exclusivos) y aparece asociado a otros fenómenos como la explosión del turismo urbano y de los llamados pisos turísticos. Los impactos se dejan notar, sin embargo, en fenómenos muchos más generales como la escasez relativa de pisos de alquiler, el deterioro de la vida de los centros urbanos y nuevas rondas de políticas públicas orientadas al negocio inmobiliario. Pero sobre todo, en la capacidad que vuelve a disponer la economía española (apenas gracias a estos segmentos de mercado) de captar capitales flotantes, ya sea en la forma del gasto turístico, ya en la mucho más intensa inversión inmobiliaria. Sin duda, esta es la base del nuevo crecimiento económico.
Lo que cabe preguntarse, ahora, es si estos fenómenos pueden generar una dinámica autosostenida en el tiempo, aunque sólo sea durante unos años. En la respuesta conviene considerar elementos que ya forman parte de la agenda pública: como el colapso de la capacidad de carga de algunos territorios, como Barcelona, convertida en punto caliente por las campañas contra la masificación turística. O también el creciente malestar contra la subida de alquileres, que ha dado pie a algunos experimentos sindicales exitosos.
No obstante, el elemento fundamental quizás se encuentre, una vez más, en el marco global, o cuando menos europeo, que determina las posibles trayectorias de la provincia ibérica. En un sentido lato, la economía española y sobre todo algunos de sus segmentos han reaccionado especialmente bien a las condiciones de excepcional liquidez proporcionadas por las políticas de expansión cuantitativa (QE por sus siglas en inglés) de los grandes bancos centrales (FED, BCE, Banco de Inglaterra). Estas políticas dirigidas a sostener los balances bancarios y los mercados bursátiles, han permitido también el drenaje de un corriente no pequeña de capitales hacia la inversión inmobiliaria e. El contratiempo a esta tendencia reside en que la estrategia de la expansión cuantitativa parece estar tocando a su fin. El BCE ha anunciado recientemente que va a revisar su política de compra de activos, debido a la rápida revalorización del euro, correlativa a la depreciación del dólar. 2018 parece será el último año de expansión…
¿Qué puede significar esto para la recuperación española? En pocas palabras: la subida de los tipos de interés tendrá repercusión inmediata en el endeudamiento público y privado (muy alto en ambos casos), contrayendo el gasto que acompaña la llamada recuperación. Al mismo tiempo, la constricción de liquidez se podría expresar en un decrecimiento de la inversión inmobiliaria e incluso en flujos de desinversión. Sea como sea, esto podría suponer quizás no una entrada en una nueva recesión, pero sí un fuerte impacto en el crecimiento, que entraría en una zona de estancamiento o crecimiento leve.
El arco de luchas y colectivos que va desde el movimiento de vivienda (PAH, sindicatos de inquilinas) hasta la crítica de los colectivos ecologistas está indudablemente concernido por este tipo de análisis.
Emmanuel Rodríguez (@emmanuelrog)
Publicado en El Salto 27 de septiembre de 2017