Porque no es verdad que un año no es nada
Un año ha pasado ya desde que se iniciara, para muchos y muchas de nosotros, el proceso de pérdida de la inocencia latente en el tránsito de una política movimentista y autónoma a una apuesta política que apunta, también, al plano institucional. Otras militantes más experimentadas ya vivieron, en otros momentos de desafío revolucionario, los riesgos y obstáculos de las iniciativas políticas que cruzan esa frontera. Problemas como, por ejemplo, la estructura burocrática de la institución y el agujero negro de sus urgencias gestionarias, la fuerza despiadada del verdadero poder, esto es, de los poderes fácticos o la fascinación representativa, es decir, la cooptación institucional de muchas compañeras y compañeros que, olvidando la consigna fundamental del autogobierno (nada sobre nosotros sin nosotros), terminan confundiendo el mandato colectivo de delegación con el espejismo de haber sido elegidos para hacer lo que es mejor para los demás pero sin contar con ellos.
Pero muchos y muchas de quienes apostamos por salir del impasse de la increíble movilización colectiva post-15M dándose una y otra vez de bruces con la inexistencia de una contraparte institucional, de quienes nos lanzamos a pensar un movimiento municipalista posible, a confeccionar candidaturas municipalistas que se presentaran a los comicios locales y, finalmente, “ganamos”, somos absolutamente neófitas en este tipo de aventuras y, aun comprendiendo lo que ocurre a medida que va pasando, nos sigue costando, creo, anticiparnos.
Ahora ya sabemos mucho más que hace un año. Es el momento, pues, de volvernos a armar con el arrojo de unas memorias aún libres de derrotas pasadas, para pensar, lo más lúcidamente posible, en el nuevo desafío: el de construir una organización municipalista que sea movimiento y contrapoder, y participe, al mismo tiempo, de la institución.
Espejismos falsos, tareas concretas
Para acometer la nueva apuesta, la del movimiento municipalista, tocaría, en primer lugar, salir del espejismo de la victoria. Ganar no era entrar en las instituciones (y mucho menos gobernar): esto es solo parte del juego, una parte fundamental, eso sí, la imprescindible colocación de las piezas en un tablero del que antes no formaban ni siquiera parte. Pero solo estamos en la casilla de salida de una partida cuyo propósito real no es alcanzar ninguna meta cumpliendo las reglas que encontramos, sino algo mucho más complicado. Algo que realmente merece la pena, al menos, intentar: cambiar, en el camino, las reglas del juego inicial.
Por salir de la metáfora y aterrizar en lo concreto. El objetivo de la apropiación de las instituciones es usarlas como instrumento de transformación emancipadora, como vehículos que faciliten la multiplicación y extensión de prácticas de autogobierno. Lo que en su día denominamos “poner el poder en manos de la gente”. Esto va mucho más allá de un compromiso de escucha, por mucho que esta se realice mediante muy bien intencionadas y, sin duda, útiles metodologías de encuestas y dinámicas de participación. ¿Por qué? Porque el poder es algo evidentemente muy mal repartido entre ese genérico “gente” a la que se lo queremos devolver. De esta forma, más que preguntar a personas supuestamente capaces de responder en las mismas condiciones, lo necesario sería, dicho así a bote pronto y sintetizando al máximo: 1º atacar las relaciones de poder que impiden que respondamos en las mismas condiciones de partida a lo que la institución nos pueda preguntar; 2º fortalecer los espacios/iniciativas/grupos que, sin necesidad de ser preguntados, ya están proponiendo respuestas a posibilidades de reparto del poder y la riqueza; 3º transferir recursos de lo público a lo común como jaque mate al centro de producción y reproducción de las relaciones desiguales de poder.
La primera tarea es deconstruir el término de ciudadanía tal y como los hemos venido empleando de forma indiscriminada y profusa desde las fuerzas del cambio en general, municipalistas o no. Sin meternos en larguras históricas ni honduras filosóficas, la ciudadanía no conforma un conjunto homogéneo de personas, sino una abstracción, tendencialmente más excluyente que incluyente, con la que denominamos a la reunión de personas con derechos que habita un determinado territorio. En una situación de precarización y empobrecimiento crecientes de las poblaciones, la “ciudadanía” está cada vez más rota, más agrietada de desigualdades, más sujeta a conflictos entre quienes todavía acceden a derechos y quienes no. A las clásicas relaciones de poder de clase, raza o género, debemos añadir las menos mencionadas de edad, diversidad funcional o identidad sexual. Todas ellas agudizadas en esta etapa neoliberal, que se caracteriza, precisamente, por su pulsión suicida, en el sentido de disolvente de todos los pactos que hacían posible la hasta ahora aceptación (relativa) de esas desiguales posiciones de poder (poder de decir, de hacer, de vivir): los famosos pactos de los Estados del bienestar. Todo esto son cuestiones muy básicas, muy obvias. Pero conviene recordarlas para abandonar la idea de una democracia mal entendida como gobierno a través de la participación (esto es, dar voz a todos y a cualquiera desde preguntas formuladas desde una institución que interpela a un falso “todo” homogéneo para terminar validando lo que ya hay), y dirigirnos hacia la materialización de una democracia real: que reparta poder, que distribuya de forma equitativa los recursos generados por todos y todas, y donde participe, claro, pero desde la organización social. Se trata de meter mano a las políticas fiscales para repartir la riqueza que ya hay; de cambiar el modelo de producción actual, articulado en torno a la acumulación de beneficio, en pos de unas economías más centradas en la sostenibilidad de las vidas; de reformular los sistemas de acceso y gestión de los bienes y servicios básicos: los considerados básicos hasta el momento, como comer y dormir bajo techo, la salud o la educación, pero también otros derechos fundamentales como el acceso a la energía, la comunicación, la movilidad o la cultura.
La segunda tarea de un movimiento municipalista es dar cauce a la aplicación de medidas y propuestas que colectivos afectados por cuestiones particulares y, por lo tanto, directamente implicados y fuertemente interesados en su resolución, ya han pensado e, incluso, probado. Propuestas que tienden a repartir el poder y la riqueza, que obstaculizan su acumulación en pocas manos. El ejemplo más popular y conocido por todos es, seguramente, el de los colectivos de defensa del derecho a la vivienda. Sin embargo, otros muchos espacios tienen miles de mejoras sociales que aportar: los colectivos que trabajan contra las políticas excluyentes y letales de las fronteras pueden poner sobre la mesa mecanismos que favorecen una pluralidad social refractaria a la jerarquización de las diferencias. Los feminismos tienen mucho que decir sobre otras formas de pensar/hacer economías, poniéndolas al servicio de unas vidas más dignas, ricas y emancipadas, y que, además, valgan lo mismo. Los colectivos ecologistas nunca han dejado de proponer medidas para evitar el destrozo de todo aquello que nos permite vivir. Las personas diversas funcionales conocen, por su parte, cómo hacer que la autonomía no sea un privilegio de algunas, sino un derecho de todas las personas, se desplacen como se desplacen, hablen como hablen, oigan o no oigan, vean o no vean. Cabría seguir así hasta el infinito, pero la idea fundamental es que existen perspectivas concretas, situadas (en general, desde posiciones de discriminación de partida) que aportan, desde el saber de la experiencia propia, mejoras democratizantes para la sociedad en su conjunto. Y estas perspectivas han de hallar cauce de expresión y ejecución de sus propuestas.
Por último, la tercera tarea consiste en transferir recursos de lo público a lo común. En otras palabras, desestatalizar los bienes y servicios que consideramos imprescindibles para llevar a cabo unas vidas individuales y colectivas lo más dignas posibles. ¿Por qué desestatalizar? Porque lo público entendido como hasta ahora desde un poder jerárquico y representativo no es funcional respecto a la defensa del interés general, es decir, la restitución de la igualdad de partida entre las personas y el ataque frontal a toda aquella institución que produzca jerarquías en la capacidad de decidir y desigualdades en la posibilidad de disfrutar de las riquezas producidas socialmente. Todas las administraciones de poder, desde las locales a la UE, trabajan actualmente al servicio de los intereses de un puñado de corporaciones y oligarquías financieras. Esta es, finalmente, la gran transformación neoliberal y la victoria de una subjetividad capitalista funcional a esta mutación.
Para contrarrestar este estado de cosas habría que potenciar, por ende, tanto unos regímenes de acceso a bienes y servicios básicos (alimento, hogar, agua, aire limpio, salud, educación, socialización de los cuidados, etc), capaces de desplazar, por ejemplo, el régimen de propiedad en pos de otras formas de disfrutar y compartir lo que necesitamos, como sus formas de gestión: el objetivo es que no se representen nuestros intereses, sino que tengamos la oportunidad de manifestarlos y sostenerlos en todos los ámbitos (comunidades educativas, de salud, de crianza, de gestión comunal del agua, de protección y resolución de conflictos en los barrios, etc.). Y como laboratorios de politización y de generación de ideas, como espacios de fortalecimiento de un tejido social capaz de materializarlas, como espacio de cooperación, apoyo mutuo y empoderamiento social, un común urbano fundamental a respaldar, también institucionalmente, son, por supuesto, los centros sociales. Los muchos centros sociales ya existentes y los mil y uno potencialmente posibles, como lugares de cruce de iniciativas y de transversalización de luchas.
Marisa Pérez Colina @alfanhuisa
Publicado en Diagonal el 15 de junio de 2016
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