Los rojipardos empiezan a asomar la patita también en España. Muchos izquierdistas (curiosa y particularmente viejos y nuevos estalinistas) preocupados por el ascenso de la extrema derecha, le hacen el caldo gordo. Convierten la inmigración en el gran problema de la “clase trabajadora” –cualquier cosa que esto sea–. Buscan en las estadísticas, en la tertulias de televisión, y encuentran su espejo en los discursos del racismo populista. Gritan con ellos: “nuestro problema es el exceso de inmigración, la competencia por los salarios”. Dicen, como dicen muchos oportunistas, que el “capital”, “Soros” y la “globalización” son proinmigración. Y que debajo del cosmopolitismo liberal está la gran maquinación del capitalismo global. Los rojipardos señalan al resto de la izquierda: no podemos hacer trinchera con el neoliberalismo. En ello anda la iniciativa Aufstehen (En Pie) salida de una parte del progresismo alemán, no pocos admiradores de Salvini en Italia, así como un creciente coro de políticos, periodistas e intelectuales de la izquierda española (y catalana).
El rojipardismo se cree vacunado contra el viejo fascismo. Esgrime su pedigrí probado en la II Guerra Mundial, en la que el estalinismo europeo fue efectivamente el gran campeón del antifascismo. Se le olvida, sin embargo, algunos importantes deslices del Gran Timonel y la errática política de la III Internacional, responsable en no poca medida del triunfo del nazismo. Se le olvida, también, el terreno común de cierto fascismo obrero, que lindó con cierto comunismo, y que en la Alemania de los años veinte-treinta dio lugar a la singular experiencia del nacionalbolchevismo. También quiere dejar atrás el desastre del Partido Comunista francés, su posición nada clara en los años ochenta con respecto del avance del Frente Nacional en algunos de los distritos tradicionalmente comunistas. Existe una línea, no tan extraña, que ha deslizado el voto al viejo comunismo (no ocurre lo mismo con otras tradiciones políticas obreras, como el socialismo o el marxismo heterodoxo) hacia el nuevo fascismo. Caso de no rastrear y comprender esa conexión, el rojipardismo nunca estará vacunado contra sí mismo.
El rojipardismo se declara a salvo de todo compromiso con el capitalismo liberal. Nos insiste en que ser hoy anticapitalista es ser anticosmopolita y antiglobalista, y nos propone una vuelta al Estado nación, a la protección soberana de los mercados nacionales regulados bajo un protector sistema público de bienestar. En esta fantasía, el verdadero internacionalismo es aquel que consiste en proponer planes de desarrollo a los países de emigración: un 0,7% hinchado de buenas intenciones, pero con un férreo control de fronteras. Su escenario ideal es el de cada uno en su país dedicado a forjar la prosperidad nacional. Tal es el delirio.
Pero antes de concederle rango a sus argumentos, conviene considerar el fenómeno también en su contexto histórico: quizás su anticapitalismo no sea ni tan sólido, ni tan sustantivo. Hoy no estamos en la fase triunfante de la era de la globalización financiera. La crisis de 2008 ha situado a las élites económicas ante una pluralidad de escenarios. Tiempos inciertos, en los que una parte quizás no tan pequeña de esas élites ha iniciado un juego tan arriesgado como el de la década anterior, pero seguramente con mayores dosis de criminalidad. Detrás de un ricachón sanguíneo como Trump, al igual que de la clásica figura del orador de Italietta que es Salvini, no sólo hay involución política: la vuelta a una era monstruosa y patriarcal de egoísmos étnicos. Hay una incapacidad para dar una salida positiva a tres décadas de crisis sistémica.
En ese contexto se entiende el giro proteccionista de Trump y la reciente guerra comercial contra China, los emergentes y, de forma encubierta, la UE. La vuelta a un proteccionismo limitado y aparente, en el marco de una integración global que resulta irreversible, busca arrancar posiciones económicas, pero también políticas. Para Trump defender unos miles de empleos en las cadenas de montaje (y por tanto en los últimos tramos de la cadena mundial de valor) del Medio Oeste, es tanto como asentar parte de su base electoral, al tiempo que la subida del dólar desplaza las oportunidades de negocio financiero sobre la deuda de los países emergentes. Para las derechas de los países europeos, ser hoy proteccionista no es más que asegurar de forma brutal una posición relativamente segura para segmentos pequeñísimos de una fuerza de trabajo subsidiaria del polo exportador centroeuropeo. (Desgraciadamente para estos últimos, uno de los objetivos de Trump está en destruir ese polo con el fin de invertir parcialmente la balanza comercial estadounidense.) Sin necesidad de seguir, vale concluir que el tiempo en el que se podía tomar a los viejos Estados como unidad económica elemental ha pasado a mejor vida. Los rojipardos puede que sean más funcionales a este capitalismo en transición de lo que su imaginación política es capaz de detectar.
Pero haríamos mal en no tomarnos en serio a la nueva izquierda antiinmigración. En su explicación coinciden demasiados factores: su impotencia frente a un populismo etnicista que le marca los tiempos, su subordinación a la agenda electoral y mediática contra la que no tiene nada que enfrentar, así como su traumática desconexión de unas “clases trabajadores” de composición compleja y mestiza (paradójicamente multinacional).
Pero tampoco en esta discusión conviene sucumbir a la tentación de la superioridad moral que caracteriza al progresismo. El racismo no es una posición ideológica absurda, condenada a la extinción en la era de los Derechos Humanos, y tampoco una tentación continua de toda civilización. Es una aberración históricamente determinada. La línea de color tiene fecha reciente. Se puede rastrear en la colonización europea del continente americano, y específicamente en la cuna del capitalismo mundial, la economía de plantación, que dio lugar a la promulgación de los “Códigos Negros”.
Como han señalado ya demasiados estudiosos (Wallersterin, Y. M. Boutang, E. Williams), el racismo institucionalizado no se consolidó con el comercio de esclavos procedentes de África, sino tiempo después. Cuando el sometimiento de una menguante población indígena no permitió proveer niveles suficientes de mercancía colonial (azúcar, cacao, tabaco), cuando los contratos forzosos sobre los colonos pobres procedentes de Europa tampoco lo consiguieron y cuando se empezaron a formar peligrosas colonias rebeldes y mestizas, compuestas por indígenas, africanos y europeos (desde las repúblicas indias hasta los quilombos, pasando por la piratería). El racismo fue el medio de gobierno y de segmentación del trabajo del primer capitalismo global. Y no ha dejado de ser eso. Al fin y al cabo, el racismo es poco más que el modo de dividir y segmentar a la vieja y a la nueva fuerza de trabajo, de remitir cada condición laboral y social a un estatuto jurídico y cultural distinto, y de estimular así la odiosa competencia entre pobres.
Por eso el rojipardo no sabe muy bien qué hacer con el “racismo”. Desde luego, no quiere ser racista, pero tampoco entiende que la posición en la que quiere pelear ya no se comprende dentro de un país pequeño y aislado, sino en una economía global, compleja e interconectada, y sobre todo irreversible. Prefiere perderse en la nostalgia de imaginarse una “clase obrera nacional”, que ya no existe, antes que atender a lo que son sus “pobres reales”, aquellos que tiene al lado y que no son nacionales, así como a los muchos más que rodean su pequeño país. Su límite es, por tanto, de partida. No es casual que el racismo solo tengan fortuna en aquellas regiones en declive donde la población inmigrante o migrodescendiente es baja o nula.
Por el momento, convendría reconocer que quien adopta una perspectiva “nativa”, consistente en poner por delante, ante el drama de un mundo en colapso, la situación de no se sabe bien qué “clase obrera” blanca y nacional, ya ha perdido. Sobre esa base, apenas logrará movilizar un resentimiento blanco-nacional, contra el único futuro que le queda a una Europa decadente y envejecida. Y lo que es peor, quien se alinee con esta izquierda tendrá que admitir que es propiamente racista. Pues el racismo es sola la forma de interiorizar la segmentación étnica y jurídica, esto es, la división política que corresponde con la mayor de las fracturas sociales de este planeta que hace tiempo se nos quedó pequeño.
Emmanuel Rodríguez (@emmanuelrog)
Publicado en CTXT el 10 de septiembre de 2018
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