Imaginen un país claramente situado en el norte del mapamundi, fronteras definidas y bien establecidas por siglos de belicismo estatal. Imaginen una población más o menos homogénea, en la que en pasadas décadas se “colaron” algunos “negros”, “marrones” y “amarillos”, pero que gracias al probo esfuerzo fiscal de sus antiguos moradores y a los programas de educación pública se han convertido ya en “nacionales”, indistinguibles cultural y éticamente de los nativos. Imaginen, también, un capitalismo bueno y justo, donde los habitantes de ese país producen más o menos lo que consumen y que intercambian lo mínimo con otros países, a fin de compensar aquello en lo que la naturaleza y las competencias nativas no resultan pródigas. Imaginen pleno empleo, comercio justo, desigualdades limitadas, intercambio moderado, control de capitales, gasto público expansivo, una fiscalidad eficaz y mucha policía para no perder nada de lo conquistado (todo homogeneidad social así producida requiere de algunos enemigos internos y externos). Podrían llamar a este país Francia, o Alemania, o Italia, o España, o Australia, o incluso Estados Unidos. Pero sería difícil que tuviera nombres como México, o Marruecos, o Etiopía, o Zimbaue. Pues bien, dejen de imaginar, y sean bienvenidos al futuro. La promesa rojiparda se ha hecho realidad. Estamos inmersos en esta Europa imaginada, que curiosamente coincide demasiado con la de los años sesenta, la del Estado nacional del bienestar, pero con más control de fronteras; diques precisos contra un mundo que se desmorona justo después del muro de concertinas donde se lee: “Welcome Europe / Bienvenue en Europe / Bienvenidos a Europa”.

Cabe preguntarse si sería deseable vivir en ese mundo. A juzgar por los movimientos de los años sesenta y setenta que destruyeron aquella utopía(el 68 francés, las huelgas salvajes, la Transición no contada, la revolución portuguesa, el 77 italiano), no parece que la respuesta tenga que ser favorable. Entre muchos de los hoy convocados a defenderla (los pobres, la clase obrera, etc.) existía entonces un profundo malestar: malestar por el capitalismo industrial “bueno”, por el trabajo repetitivo y alienante en la cadena de montaje, por las disciplinas impuestas en la escuela y los servicios públicos y por todo aquello que competía a un Estado de bienestar autoritario. Malestar también con la izquierda comunista y socialista, a la que todos estos movimientos desbordaron y a punto estuvieron de desbancar definitivamente. La misma izquierda que mostró una completa indigencia política e intelectual, hasta el punto de dar el paso a la nueva derecha neoliberal, y de aplicar sus mismas políticas contra los salarios y en pro de una precarización generalizada.

Pero olvidemos el pasado. Hoy la Europa rutilante de los sesenta retorna en forma de lo que los anglosajones llaman una “visión”. La globalización neoliberal ha producido precariedad, inseguridad y temor, por primera vez en muchas décadas también en el centro radiante del capitalismo mundial, el Occidente liberal. La nueva “visión” nos intenta devolver al viejo mundo ordenado y protegido por el Estado nacional, con sus políticas de bienestar, con su protección de la vida sencilla del hombre y la mujer comunes, del buen pasar y del honrado existir (obviamente siempre a través del trabajo). Los más izquierdistas entre estos visionarios nos hablan ya de soberanismo, de nación, de socialismo, o de forma sintética de “socialismo nacional”.

Insistimos, no se trata de valorar o no la deseabilidad de la nueva vía al “socialismo nacional”, sino sencillamente de considerar si esta tiene alguna posibilidad de éxito. Caso de que logremos identificar las inconsistencias de esta “visión”, quizás tengamos que convenir que su nostalgia solo puede reverberar, dentro del marco de la crisis europea, con las tentaciones imperiales, estatal-autoritarias o propiamente fascistas de sus viejos estados nacionales. En lo que sigue van algunas ideas, demasiado rápidas para un artículo periodístico, sobre las incongruencias de este “socialismo nacional”:

1. La contradicción más obvia: el socialismo nacional es (del todo) incapaz de asumir el nivel de regulación que implican los grandes retos de un planeta ya demasiado pequeño para la humanidad existente: el control (y reparto) de la riqueza financiera, la descomposición geográfica de las cadenas de valor y la crisis medioambiental ligada al calentamiento global. Sobre el primer aspecto, no cabe más que comparar dimensiones: ningún país (incluido EEUU) tiene capacidad alguna de controlar las finanzas globales, hoy por hoy centro de mando de la economía planetaria, si no se produce una acción concertada con otros estados. Del mismo modo, ningún estado se puede sustraer a lograr una posición competitiva en la cadena de producción globalizada, que implica la búsqueda de costes (ambientales, fiscales, sociales) cada vez menores. Que no nos confundan los amagos proteccionistas de un Trump: cada región del planeta vive de la producción y exportación de lo que buenamente puede en ese espacio competitivo, o bien queda relegada como un territorio puramente extractivo o sencillamente irrelevante. Del mismo modo ningún Estado será capaz de regular ninguna variable significativa de la crisis ecológica en ciernes.

Un ejercicio rápido aplicado a España: Madrid vive principalmente (mucho más que de ser capital administrativa del Estado) del millar largo de multinacionales con sede en la ciudad que proporcionan más de medio millón de empleos ejecutivos o catalogados en los “servicios avanzados a la producción”, que a su vez “sostienen” casi todo el empleo precarizado situado en los servicios personales y de mercado, que en mayor o menor medida gravitan en torno al consumo de los primeros. Bilbao y Barcelona comparten esta especialización en mucho menor grado, pero también la de ser centros de un turismo internacional segmentado de forma compleja y en su condición creciente de plataformas logísticas continentales. La costa mediterránea y los dos archipiélagos son economías de especialización turística que se sostienen únicamente por la entrada de 70 millones de turistas internacionales anuales. Lo que queda de especialización industrial en España es fundamentalmente industrias de exportación altamente globalizadas como demuestran los segmentos del automóvil, la ingeniería, las renovables (hasta 2007) y progresivamente la industria cárnica del cerdo. El modelo social patrimonial que sostiene a las clases medias del país depende, a su vez, del valor de sus activos (viviendas principalmente) que se mantiene sobre la base de la inyección intermitente de liquidez global que ha dado lugar a una secuencia de burbujas inmobiliarias y financieras que vienen repitiéndose desde mediados de los años ochenta: 1986-1991, 1995-2007, 2013-201? Todo ello tiene costes ecológicos contradictorios con una política mínimamente consistente de transición energética y de reducción significativa de la emisión de gases invernadero. Ahora digan los socialistas nacionales cómo modificarán la estructura económica del país, así como la estructura de rentas anidada en la misma, con grados suficientes de consenso social.

Las políticas de reequilibrio territorial, y sobre todo, el ataque sobre la riqueza financiarizada solo pueden realizarse a escalas cuando menos continentales, por útiles que sean las luchas locales. En este sentido, plantearse la salida de la globalización o “de Europa” es un ejercicio tan absurdo como plantearse la salida del planeta Tierra, aun cuando se pueda discutir lo que se quiera sobre el Euro y la conveniencia o no de una moneda única sin presupuesto común y garantías del BCE como prestamista en últimas instancia. El único modo de un desenganche real de la globalización (o de “Europa”) es el de asumir un drástico recorte de los niveles de vida. Expliquen pues.

2. La soberanía nacional, o el socialismo nacional, no escapa a la idea del capitalismo bueno, visión bastante pueril. El capitalismo bueno es aquel capitalismo que cumple con la promesa de producir más, mejor y más barato; paradójicamente es el que se hace corresponder con los dos grandes siglos de progreso europeo (y también de guerra civil), el XIX “feliz” y el XX bastante más bronco y criminal. El problema es que si las finanzas son hoy el corazón del capitalismo global, lo son porque la acumulación por medio de la producción de bienes y servicios ha demostrado tasas decrecientes de ganancia. La financiarización es el resultado de la crisis larga del capitalismo industrial, que estalla en 1973, y deriva en una serie de ciclos financieros sólo interrumpidos por crisis cada vez más agudas (1991, 2000, 2007).

Consideremos los grandes problemas de acumulación a escala global: el exceso de capacidad industrial a nivel mundial, la creciente dificultad para encontrar segmentos de inversión rentable en la producción industrial, el desacople irresoluble entre la velocidad de innovación y el beneficio de la misma característico de todas las industrias que deberían ser los grandes motores de época (desde la bioingeniería hasta los new media); y por ende la fuga del capital hacia circuitos financieros crecientemente autogenerados y que se articula sobre una predación social incrementada. ¿Qué nos hace pensar que estos problemas tienen solución a una escala nacional? En el fondo, la única oportunidad del socialismo nacional es la de adecuarse a la función (del todo subordinada) de las unidades territoriales medianas y pequeñas en la cadena de producción global. Por decirlo brevemente, el socialismo nacional apenas podrá gestionar la adaptación de las economías nacionales a aquellos segmentos en los que se demuestren competitivas; y esto a fin de que ese mismo estado tenga una mínima base fiscal a fin de subsistir. En el caso español ¡asómbrense!: turismo, inmobiliario, automóvil y algunas otras industrias como la cárnica. Una larga vuelta “nacional” para volver a la misma especialización “nacional”.

3. El socialismo nacional parece ser el último estertor de la vieja izquierda socialista y comunista (especialmente aquella de tradición estalinista). Presentado ahora como una suerte de volteo a su última derrota, aquella que le puso a los pies de la ola neoliberal, y de la que fue inestimable colaboradora y gestora. La paradoja es que este socialismo nacional asume otra vez el marco de su aparente rival: vivimos en un mundo finito y escaso, pero no de recursos naturales finitos y escasos, sino de empleo, renta y seguridad. Y sin embargo, basta comparar los niveles de riqueza y de producción a escala planetaria para imaginar un mundo sin miseria, ni escasez. La única condición de esta conquista de la abundancia consiste en atacar, también a escala global esa misma riqueza financiera, a fin de repartirla.

A falta de otras ideas, no obstante, el nuevo socialismo nos devuelve al marco nacional de la gestión de una miseria artificial y asumida: “hay poco empleo, conservémoslo”. Como toda figuración socialista, el socialismo nacional es un programa de reparto de un bien considerado escaso (el empleo, que hay que proteger frente a extranjeros y migrantes), sin entender que el presupuesto de todo comunismo es el de la riqueza, y no el de la miseria, menos aún cuando esta es artificial.

4. El socialismo nacional es lo contrario de la política de clase ajustada a las condiciones de la producción global. Basta considerar la composición social de las metrópolis europeas: mestizas, multinacionales, híbridas, diversas, y a la vez complejas, productivas y repletas de una riqueza mal repartida. El socialismo nacional trata de rebajar esa complejidad social sobre la base de una imagen que ya no corresponde. Incapaz de una política de clase que articule las luchas de los trabajadores precarios y mestizos (en buena parte migrantes), se vuelve sobre la imagen de una clase obrera que ya apenas existe: el trabajador blanco, nacional, de la industria decadente.

En cierto modo, el socialismo nacional es un nuevo intento de desquite con su propio fracaso. Busca recuperar las clientelas que abandonó entre 1973 y 2007 en la devastadora crisis industrial que arruinó y dejó en la cuneta regiones enteras: el norte industrial francés, la Alemania del este post-unificación, el norte y el oeste ingleses. Esa vieja clase obrera industrial, hoy “perdedora” de la globalización, y cuya desaparición fue “gestionada” por socialistas, y sobre todo comunistas, se ha vuelto hacia las derechas populistas del FN, AfD y el UKIP. Pero desgraciadamente el desquite de los neo-socialistas no se basa en la vuelta a la organización sindical y la lucha social propias del primer socialismo democrático, como a la competencia en el discurso con las derechas neofascistas. “Seamos tan racistas como ellos, hablemos de inmigración donde no hay inmigración, apuntemos a la globocracia sin pensar en cómo articular aquí y ahora las luchas por la renta y los derechos… y voalá, nuestras viejas clientelas volverán a nosotros”.

5. El socialismo nacional es en el mejor de los casos un instrumento analítico del pleistoceno respecto de toda reflexión relativa a la herencia colonial/postcolonial y a su correlato social que debe recibir el justo nombre de racismo. En el peor, es sencillamente una propuesta a solo medio paso de la extrema derecha; apenas distinguible de sus versiones más modernas (léase a la actual representante de la saga Le Pen), que ya asumen buena parte de la agenda feminista, welfarista y liberal (en las costumbres) siempre y cuando se articule dentro de los marcos de la civilización europea y blanca.

En tanto aprendiz de gestor de un mundo de escasez artificial (básicamente escasez de empleo), el socialismo nacional es incapaz de otra perspectiva que no sea la nativista. Su internacionalismo consiste únicamente en decirle a los países pobres: “¡industrialícense!, les ayudaremos con unas migajas en forma de ayuda al control de fronteras, pero en ningún caso vengan aquí”. Su incapacidad consiste en no entender que toda economía de mercado integrada genera una desigualdad geográfica inscrita en la propia especialización que impone el intercambio; y que por tanto el empobrecimiento relativo de las viejas regiones industriales europeas es correlativo al empobrecimiento relativo de otras regiones del globo, también “perdedoras” de la llamada globalización. Cualquier programa socialista tendrá que asumir la escala “global” en la que se produce tal dinámica de concentración territorial de la riqueza y de la pobreza. Caso contrario correrá el riesgo de convertirse en una estrategia particular para un país particular, una estrategia “competitiva” dentro de ese mismo mundo globalizado.

Existen dos grandes herramientas que apuntan a una redistribución positiva en el marco de una globalización que es hoy por hoy irreversible. La primera consiste en poner contra las cuerdas al capital financiero concentrado y desterritorializado (muchas veces quebrando el mecanismo de la deuda). Es dudoso que este combate se pueda llevar a cabo a la escala “nacional” que constituye hoy a las provincias europeas. La otra es la libre circulación de personas. Libre y con derechos. La lección última que deberían aprender estos presuntos marxistas es que cuando la fuerza de trabajo cuenta con derechos, y con posibilidad de fuga, se deja de vender barata, se empieza a vender cara. Paradójicamente a mayor libertad de circulación y con mayores derechos, más oportunidades (de renta y también de empleo), más salarios y más posibilidades de organización sindical. En el improbable caso de que sean socialistas antes que nacionalistas, aplíquense el cuento.

Emmanuel Rodríguez (@emmanuelrog)
Publicado en CTXT el 8 de octubre de 2018