En la escena vemos a Elon Musk enfundado en su traje marciano. Abre la puerta de un coche, mitad monovolumen, mitad tanque. Detrás de él una robusta puerta de acero cierra ruidosamente el acceso al túnel del hyperloop. Elon abre la escotilla trasera del vehículo y saca su lanzallamas. En la pegatina del arma se lee “Nacido para quemar” y la imagen de un zombi en llamas.
La imagen de Elon es puro lirismo bélico: la mochila del lanzallamas está fuertemente amarrada al cinturón, sus dos manos agarran un fusil que sólo él podría sostener. Paso firme, se acerca al borde de un pequeño precipicio, al fondo, a menos de un kilómetro y tras una llanura desértica, se ve una gran ciudad salpicada de columnas de humo. En un vistazo a su ordenador de muñeca, reconoce la cuenta atrás, ¡un minuto!, al lado un enorme botón rojo. Inequívocamente, como casi todo en Hollywood, pulsa el redondel colorado. Del vehículo se desprende un ruido ensordecedor. Agarra de nuevo con firmeza el lanzallamas y mira con atención al terreno desértico que tiene enfrente. En apenas unos segundos, las siluetas de lo que en su momento fueron humanos recorren el espacio entre la ciudad y el sonido de su coche. Pasado el minuto Elon mira al precipicio. A sus pies, una turba de cientos de zombis sube por la pendiente inclinada…
Apocalipsis o Solucionismo, esta es la metáfora de nuestro tiempo. Y no solo de la industria del entretenimiento. Sin duda, son ya decenas las formas de destruir nuestro planeta. También son innumerables las imágenes de una nueva humanidad, transportada a un mundo sin trauma, donde los humanos son estúpidos porque el mundo es inteligente.
Apocalipsis
De un tiempo a esta parte, la angustia y el presentimiento de la ausencia de un final feliz a nuestras vidas se ve reiteradamente reflejada en la imaginación contemporánea. Las distopías de la literatura de ciencia ficción de los ochenta nos resultaban atractivas por la lejanía de sus presagios. Ahora, sin embargo, tenemos la sensación de que solo es cuestión de tiempo para que esos presagios se cumplan.
“¿Hasta cuándo tendré empleo? ¿Hasta cuándo viviré con mi pareja? ¿Hasta cuándo habrá pensiones? ¿Hasta cuándo Europa seguirá siendo blanca, laica y rica? ¿Hasta cuándo habrá agua potable?”. Marina Garcés planteaba estas preguntas en su libro Nueva ilustración radical. De alguna manera, también, descubría nuestra fascinación por el apocalipsis.
La obsesión por el colapso muestra nuestra incapacidad para imaginar el futuro. Comparemos este déficit de imaginación, con las poderosas imágenes de la revolución, el comunismo, la democracia, la liberación nacional del siglo XX, y comprenderemos que nuestro futuro se nos aparece tan incierto y tétrico, como frágil y precario es nuestro presente. Un cierto dogma de la irreversibilidad de la catástrofe se ha colado entre nosotros.
En su ensayo El crimen perfecto, Jean Baudrillard nos hablaba de que la realidad ha sido expulsada de la realidad. Ahora en nuestra realidad, el mundo ha sido despojado de futuro. Baudrillard imaginó este desperfecto como un crimen que no deja huella: Historia sin deseo, sin pasión, sin tensión, sin acontecimiento auténtico, en la que el problema ya no es cambiar la vida, que era la utopía máxima, sino sobrevivir, que es la utopía mínima. Podríamos hacer nuestra interpretación de la consecuencia de esta utopía mínima donde lo humano pasa a otro plano. En palabras de Marina Garcés, “más allá de la Modernidad que diseñó un futuro para todos, y de la postmodernidad que celebró un tiempo inagotable para cada uno, nuestra época es la condición posthumana: sobrevivimos unos contra otros en un tiempo que solo resta”.
Como ninguna otra imagen de la cultura pop, el mundo zombi refleja este nuevo posthumanismo. Desde que en 1932 se publicara la primera película de no-muertos White Zombie el género no ha parado de crecer. A día de hoy contamos más de 500 películas de taquilla. Pero lo curioso es que más de la mitad se filmaron a partir de 2003. Los zombis son el Cthulhu pop, nuestro mundo futuro es el Chthuluceno que imaginara Haraway a partir de la imagen de Lovecraft, el mundo atemporal donde habitan los infectados.
La corta visión del futuro corresponde con el zombi, el no vivo, el yonqui nihilista siempre sediento del líquido encefálico y de la sangre de los vivos. En el porvenir apenas nos imaginanos como nuevos Robinson Crusoe, islas individuales, amenazadas por nuestros viejos amigos degenerados y transformados por una infección terrorífica e incomprensible. El nuevo posthumanismo no es el de la desindividuación feliz que imaginara la contracultura en los años setenta a partir de las comunas, la experimentación sexual y las drogas enteógenas. Es el del último humano amenazado, aislado y al borde de convertirse en carne de pandemia.
Solucionismo
Pero la más oscura de nuestras pesadillas parece, sólo, la imagen invertida del más luminoso de los futuros. Frente a la infección zombi, los ingenieros resolutivos de la nueva tecnocracia nos prometen ser capaces de resolver cualquier problema cotidiano. El solucionismo es la última esperanza en el progreso.
En una narrativa ciberpunk, el solucionismo tecnológico podría ser presentado como un perverso experimento social, ideado por un investigador aburrido que mantuviese el dedo permanentemente apretado en el botón de avance rápido. Desde hace dos décadas, Silicon Valley nos bombardea con libros, conferencias y charlas sobre la potencia infinita de la tecnología. El solucionismo es ya casi una ideología. Dispone de sus propios términos y de sus propios artefactos: machine learning, computación cuántica, crispr, blockchain, etc. Exceso y velocidad son la materia prima del solucionismo. ¿Y nosotros? Nosotros somos meros consumidores de una idea de futuro que nunca parece llegar.
Tal y como lo define Evgeny Morozov (La locura del solucionismo tecnológico), el solucionismo es la ideología que legitima y sanciona las aspiraciones de abordar cualquier situación social compleja a partir de problemas de definición clara y soluciones definitivas. Los sistema predictivos basados en machine learning (una disciplina de la inteligencia artificial) son un buen ejemplo de este sometimiento a la solución. La complejidad es reducida a un conjunto de variables y a partir de ahí se elaboran modelos predictivos. El resultado último es que las máquinas tomen las decisiones importantes sobre nuestra propia vida.
Valga como ejemplo la locura securitaria de algunos estados de EEUU, en los que el sistema judicial emplea una “puntuación de riesgo” para pronosticar cuál es la probabilidad de que los acusados puedan volver a cometer un delito. Este índice es el resultado de un algoritmo que proveen empresas privadas (como Northpointe) y del que no sabemos nada acerca de los criterios empleados. A pesar de ello, algunos jueces recurren a estos medios para decretar la fianza y la condena de los acusados. Se juzga en función del delito cometido pero sobre todo del posible delito futuro. Como era de esperar, periodistas independientes han denunciado un claro sesgo racista en este tipo de cálculos.
En la utopía solucionista, los humanos podrán ser estúpidos porque el mundo mismo será inteligente. Los objetos, los dispositivos, los datos, los algoritmos y los sistemas que los organizan, estarán perfectamente alineados no para hacernos más productivos; de lo que se trata es de delegar la inteligencia misma. Los neoliberales parecían decir que como es muy difícil ponerse de acuerdo es mejor no intentarlo y por eso despreciaban la democracia; los solucionistas nos dicen directamente que dejemos de pensar. En términos de Marina Garcés estamos ante un gesto de pesimismo antropológico sin precedentes.
La disyuntiva tiene algo de teológico, parece dirimirse entre abrazar el pesimismo apocalíptico o esperar que venga una solución divina. Estamos a las puertas de un nuevo juicio final. En un artículo reciente en este medio, Douglass Rushkoff nos presenta una anécdota significativa. Inversores de capital riesgo le invitan a un resort de lujo para preguntarle sobre el futuro. Y allí descubre con sorpresa que no querían saber nada del futuro. Al futuro lo dan por perdido. Lo que querían saber era la mejor forma de huir del planeta y la ingente masa de pobres que lo habitan (los zombis): cómo escapar en sus naves a Marte, cómo almacenar en un servidor su conciencia cuántica o cómo encerrarse en bunker secreto en Alaska sin que les maten sus ayudantes. El posthumanismo apocalíptico en su versión solucionista se reduce a estas dos preguntas:¿cómo me escapo de este desastre?, y ¿podré hacerlo siendo rico? En definitiva, con sus medios, los poderosos buscan responder “hasta cuándo”. El solucionismo no es una posibilidad de futuro. El solucionismo consiste sólo en mejorar las posibilidades de una huida hacia delante.
Apocalipsis o solucionismo no son, por tanto, dos visiones opuestas. Son solo las dos caras de la moneda de un tiempo sin futuro. En nuestras manos está salir de este loop y crear los espacios, los lugares, los tiempos que nos permitan volver a especular con un futuro que no sea un callejón sin salida.
Emmanuel Rodríguez (@emmanuelrog) y Karlos G. Liberal
Publicado en CTXT el 29 de agosto de 2018
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