A la espera de investigaciones que den cuenta de los sentidos del voto por Vox, cabe pensar el efecto de esta irrupción en la ya conflictiva relación entre nación y democracia en España

6 de diciembre. 40 años de la Constitución. La democracia española va camino del medio siglo. Enhorabuena.

La celebración de este aniversario ha quedado sin embargo en nada. Escaso presupuesto, poca atención mediática, ningún interés internacional. No parece que esté el horno para bollos. ¿Tan malos son los tiempos de la democracia española? ¿Tanto como para no recordar los hechos fundacionales del “gran acuerdo para la convivencia política y social”?

Seguimos en medio de la crisis política. Las elecciones andaluzas solo lo han ratificado. Desde mayo de 2011, se han ido laminado los principales pivotes de la circulación de élites que caracterizan a toda oligarquía liberal. En el caso español: el turnismo (socialistas-populares) y el arreglo entre las élites de Estado y las de los nacionalismos catalán y vasco. Efectivamente, de un lado, el turnismo se ha quebrado en el actual cuatripartito, que podría llegar a ser un “pentapartito”. Del otro, el arreglo entre las clases políticas, que servía de punto de equilibrio al bipartidismo, se ha desecho en la crisis catalana.

La pregunta es lógicamente ¿y ahora qué? ¿Andamos en tránsito hacia una nueva reforma constitucional, los primeros pasos de un nuevo “régimen”? ¿O eso que llamamos régimen del 78 se ha acabado por recomponer lampedusianamente “cambiar algo para no cambiar nada”? Antes de responder conviene, no obstante, hacer una breve valoración de esta corta década. En los dos puntos señalados (el turnismo que organiza el sistema de partidos y los arreglos territoriales entre clases políticas), el régimen político español ha sufrido un fuerte temblor, a veces de la mano de la reforma, otras de la ruptura. En ambos aspectos el fracaso de los proyectos de cambio ha sido rotundo.

En cuanto al primero, el turnismo terminó, al menos en apariencia. Vivimos en tiempos de cuatro partidos (PP, Cs, Podemos, PSOE), que parecen condenados a enfrentarse y negociar, competir y colaborar. El motor de esta quiebra está, sin duda, en la crisis económica y en su primera expresión social, el 15M. En cuanto a la naturaleza de este complejo movimiento, se pueden aventurar hipótesis distintas, pero conviene reconocer cuál fue su consigna: “democracia”, ergo, reforma del Estado, democratización de sus aspectos más imperfectos (desde la independencia de la justicia hasta las derechos sociales).

¿Era Podemos, el partido jacobino de Iglesias, luego degenerado en la autocracia de finca y dacha, la única salida del 15M? Desde luego que no. En el curso de esta evolución se observa una reducción progresiva de las aspiraciones: del proyecto de reforma (¿proceso constituyente?) a la impugnación del turnismo, de la impugnación a “ganar” y tomar el gobierno, de la imposibilidad de gobernar a la representación del “cambio” (algo parecido a una nueva izquierda) y de cualquier atisbo de novedad a la subordinación al PSOE de Sánchez. Resultado paradójico: si Podemos creó a Ciudadanos, Podemos es hoy solo la forma reencontrada de esa muletilla antes llamada Izquierda Unida. Poco o nada hay ya de impugnador en los morados. Su asimilación a la forma típica del partido de la democracia española es ya completa: centralismo, burocratismo, estructura política limitada a cargos y liberados (o aspirantes a serlo), permanente lucha fraccional, desconexión social y completa dependencia del presupuesto público.

En lo que se refiere al arreglo territorial, la discusión responde a otra pregunta ¿pudo Cataluña haberlo cambiado todo? Cataluña propuesta como el gran desestabilizador del régimen, el lugar donde se inauguraría un nuevo proceso constituyente y desde ahí la quiebra de los “candados del 78”. Hipótesis sofisticada, por no decir bizarra, que la izquierda indepe (las CUP principalmente) y parte de la española sostuvieron durante un tiempo. Su lectura llamaba a desbordar las contradicciones de los ex-convergentes y sus hermanos menores (ERC) por medio de un proceso “popular” del que se encuentran atisbos en los primeros días de octubre del año pasado y en experimentos como los CDR. Desgraciadamente en su análisis quedaron fuera dos cosas, las dos obvias. La primera: que una parte importante de ese “popular” ni estaba ni se la espera en el proyecto nacional catalán. Esa parte era abstencionista o votaba socialista, hoy es esas dos cosas y además vota Cs. La segunda: que el efecto dominó de Cataluña sobre el resto del Estado no se podía producir de la mano de los exconvergentes y contra el resto del Estado (por resumir el “Espanya ens roba”).

De forma parecida a Podemos, este segmento sincero del independentismo es hoy del todo subsidiario a la forma más enloquecida y banal de los herederos de Pujol, lo que llamamos procés. Y como sucede en política, cuando la apuesta es fuerte y se pierde, la derrota suele ser peor. Si se puede hablar de recomposición del régimen, esta, sin duda, ha tomado la polarización con el soberanismo catalán como el alfa y omega de su estrategia. Y con éxito.

Derrota de los proyectos de impugnación. Y sin embargo la crisis sigue. Cinco años de cuatripartito y dos gobiernos débiles. Y nueva sorpresa: Vox, último efecto de la crisis. ¿Es este partido la gran amenaza con la que se le representa, la salida autoritaria a la crisis política?

Para mal y para bien, al igual que en Ciudadanos, y también en Podemos, en Vox se concretan todas las contradicciones antes vistas. Sin duda, el partido no tiene propuesta para un nuevo arreglo territorial (amenazar con su supresión apenas vale para enquistarlo), pero puede vivir indefinidamente en el enfrentamiento de bandera a bandera, de nacionalismo a nacionalismo. Es un viejo recurso de la democracia española, a la vez agónico y estabilizador, como lo que fue el nacionalismo etarra. Valga señalar sus efectos: estar entretenidos ante los grandes peligros que amenazan la unidad nacional, convertir nuestra Constitución en paraguas de cualquier cosa y legitimar a una clase política impotente y corrupta.

En lo que al turnismo respecta, Vox parece más bien el extremo del “turno conservador”, radicaliza el aznarismo neocon y enfrenta la “izquierda” como una guerra contra “el hembrismo, el terrorismo islamista y la criminalidad migrante”. Son, como dicen ellos, la derecha sin complejos. Pero antes que una política propiamente constituyente, como sería la propia de un neofascismo popular que jugara a atacar el establishment, la banca y la clase política, Vox parece responder a una vasta estrategia de batalla cultural contra “lo progre”, basada en la construcción de enemigos internos y grandes peligros. En todo lo demás, Vox es neo-liberalismo convencional: bajadas de impuestos, privatizaciones, amén a Bruselas y a la banca.

Parece, por eso, que la estrategia para enfrentar a esta nueva derecha es justo la contraria de la que imprime el susto progre. No se trata de empujar al PSOE a un antifascismo que abandonó en los setenta todo lo rápido que pudo. No es tiempo del Frente Popular, menos aún de polarizar con una formación de pacotilla a fin de alimentarla. Formado dentro de la clase política (Abascal es solo un pupilo listo y chulo de Aznar y Aguirre, cargo público y subvencionado desde sus veinti pocos años), Vox tiene que volver a la clase política, cuanto antes. Experimentar los efectos y desgastes del gobierno, aprobar su integración política, disputar pronto sus primeros casos de corrupción, para enfrentarse de nuevo con la crisis de representación, la crisis política en sentido lato, la cual pretendía capitalizar. Marcado en su ADN con el mal de Podemos, debe infectarse a todavía mayor velocidad. De hecho, Vox es ya y se verá pronto la muletilla de las derechas. Atiendan a lo que dice Aznar que las gobierna.

Leídos estos párrafos, se dirá bien… larga parábola para volver a lo de siempre. El régimen sigue de forma agónica, decadente y cada vez más corrupta, con degeneraciones autoritarias, pero incólume en lo fundamental. El mecanismo de circulación de élites apenas ha sido modificado, la vieja oligarquía (que incorpora nuevos segmentos) continúa al mando, no ha habido reforma de Estado, y aún menos democratización del mismo. Y en efecto así es. Seguramente porque eso que llamamos democracia española, o el régimen del 78, no deja de ser una pantalla o una cortina de humo en las que los habitantes de esta modesta provincia europea nos entretenemos en cuitas internas, en distinciones territoriales, culturales y morales a las que damos el nombre de izquierda y derecha. Seguramente, nos falte una crisis (parece que hay una cerca), para volver a reconocer, como ocurrió en 2011, quien manda realmente y recordar de nuevo cómo se le enfrenta.

 

Emmanuel Rodríguez (@emmanuelrog)

Publicado el 5 de diciembre de 2018 en CTXT